Siempre me ha parecido absurda la expresión de "pregunta tonta". La pregunta nunca es tonta, ni para quien la plantea ni para quien la recibe. Surge de la curiosidad, del deseo de saber. Y se lanza con la convicción de que será respondida, de que otro tiene a clave y puede facilitárnosla, bien como una conclusión cerrada, bien guiándonos en un camino de resolución.
¿De la curiosidad surge la pregunta o es una pregunta la que puede
suscitar curiosidad por un aspecto o tema que ni te habías planteado?
Ambas cosas pueden ser ciertas. Es posible que un grupo de clase, ante
un tema escolar, o un tema cotidiano, o un acontecimento o una noticia,
se plantee preguntas. Tirando de esas preguntas fruto de un actividad
mental y de un deseo más o menos explícito de conocer algo nuevo, el
profesor puede plantear todo un proceso de aprendizaje. Pero en otras
ocasiones, es el profesor quien debe despertar la curiosidad e interés
de sus alumnos con preguntas sin respuesta evidente.
En mi caso,
opto por unas preguntas no muy brillantes. Intuyo que mis alumnos no
serán muy inquietos ni creativos ni se harán interrogantes divergentes.
Me conformo con que esas preguntas que les planteo no les aburran y
puedan llegar a ver su potencialidad.
Y, ¿qué decir del producto? A menudo hemos enseñado en el vacío. Hemos transmitido conocimientos y ensayado procedimientos porque sí, porque algun vez serían útiles, porque el saber no ocupa lugar. Y aunque esos prespuestos no dejan de ser ciertos, hay que dar sentido a lo que hacemos y construimos día a día. Lo que aprendo ha de servir para algo.
Ese producto final puede concretarse en un "artefacto TIC". En mi caso:
Entre la pregunta nunca tonta y el producto final hay un camino apasionante, único y pleno de signficado.
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